A Lafcadio Hearn, pero sobre todo a Mª Jesús López Beltrán (japanseye), debo este inesperado interés por esta historia, ya conocida, pero en la que nunca antes me había detenido.
Me refiero al Romance de la Vía Láctea del que la Colección Pájaro Profeta custodia un largo rollo de mano –cheu– (320 cm de longitud x 36 cm de anchura), de origen chino y de críptico significado; trabajo xilográfico sobre seda ilustrado con bellos dibujos y un texto caligráfico que lamento no entender pero que supongo narra la historia, su historia y a su modo porque hay varias versiones.
La fiesta rememora un amor eterno que se mantiene en vilo esperando un anunciado encuentro, cíclico, acaso una vez al año, no todos los años… Originario de la tradición China pero imperceptiblemente arraigado en un Japón que tal vez reconoció en la historia alguna tradición similar, ese inconsciente colectivo que nos hace compartir con el otro más de lo que suponemos.
Se evoca la unión del telar, que representaría los trabajos femeninos, con la agricultura y/o ganadería que representaría los masculinos, ensamblaje que, más allá del enamoramiento y sus efectos biológicos, es la base productiva de la unidad familiar, núcleo de la estructura social confuciana. Se celebra el séptimo día de mes séptimo. En Japón, la fiesta de Tanabata, de tane -semilla- y hata -telar-, equivale actualmente a la fiesta del amor, algo así como nuestro San Valentín, excesiva simplificación, y tal vez muy lamentable, ya que con ello quedan desdibujadas tanto la actividad cíclica de la naturaleza como su paradójica incertidumbre, tan presentes en esta narración.
En la tradición japonesa, la bella tejedora se llamaba Orihime, hija de un dios que habitaba los cielos y a la que se había asignado la misión de tejer y tejer lujosas sedas con las que vestir a su divino padre. Orihime se sentía feliz con su trabajo al que se dedicada con total entrega. Pero un buen día, se enamoró de Hikoboshi, un joven pastor y/o agricultor que pasaba por allí conduciendo un buey. El amor sentido por la pareja fue tan arrebatador que ambos descuidaron sus respectivos trabajos: el telar dejó de funcionar, el buey erraba triste por las llanuras celestiales…
El enojo del padre de Orihime tuvo como consecuencia la separación de la pareja enamorada que fue condenada a vivir en la distancia, uno a cada lado del gran río celestial, la Vía Láctea. A partir de entonces, una sola vez al año podrían encontrarse: la noche séptima del mes séptimo los pájaros del cielo construirían un puente alado que acercaría a los enamorados, eso sí, si la noche era estrellada, porque si las nubes y las lluvias lo impedían deberían esperar al año siguiente o al siguiente; o al siguiente.
Entretanto, los jóvenes volvieron a cumplir escrupulosamente con su trabajo, la joven tejiendo, el joven trabajando el campo o conduciendo bueyes, con la esperanza de que llegara el cíclico acontecimiento de la noche séptima del mes séptimo.
La leyenda china data de la Dinastía Jin (265-420 dC) y es algo diferente. Narra la historia de Zhi Nu, la más joven de sietes hermanas hijas de la Reina del Cielo, todas las cuales se dedicaban a tejer lujosas sedas con las que configurar las más bellas nubes del cielo. Mientras, el joven Niu Lang era un pobre huérfano al que su hermano mayor había echado de la casa familiar. Pobre y en compañía de una vieja vaca, su única posesión, vagaba lamentando su desgracia. La vaca, que resultó ser una herencia mágica, le propuso buscar una bella y buena esposa con la que compartir su vida y le condujo hacia la orilla de un río en el que precisamente en ese momento las siete hermanas, escapadas momentáneamente de su refugio celeste, gozaban un dulce baño de atardecer. El joven, por consejo de la vaca, tomó y escondió una de las hermosas sedas de las que las bellas hermanas se habían desprendido antes de sumergirse en las doradas aguas.
Al salir del agua, cada una en su sedosa vestimenta, emprendió veloz ascenso al cielo. Todas, una tras otra, excepto Zhi Nu, la más joven de las hermanas, que no encontró su volatil seda. Y se sintió sola. Entonces apareció Niu Lang que, rebosando bondad, le pidió que se quedara con él. Unos pocos años, equivalentes a unos pocos días en el cielo, fueron suficientes para llenar sus sencillas vidas de una inmensa felicidad que se vio colmada con dos hijos.
Cuando la Reina del cielo descubrió la ausencia de la menor de sus hijas la obligó a volver inmediatamente y a abandonar al pobre Niu Lang que se quedó aterrorizado al verla ascender al cielo envuelta en finas y vaporosas sedas. Entonces se acordó de su vieja vaca quien antes de morir la había dicho que, por si acaso y para cualquier emergencia, conservara su piel colgada en la pared. Niu Lang se cubrió con la piel de vaca y voló al cielo con sus dos hijos. Guiado por la magia de su vaca divisó a Zhi Nu pero justo antes de alcanzarla, la Reina del Cielo, con una horquilla de su pelo trazó entre ambos una línea divisoria, un profundo abismo celeste: la Vía Láctea.
Profundamente entristecida Zhi Nu, retornó al taller de nubes pero las nubes que tejía emergían con la misma tristeza con que ella las confeccionaba. La Reina del Cielo se compadeció y concedió a la pareja verse una vez al año, en la séptima noche del mes séptimo sobre un puente alado de infinitas urracas, ave que en China se asocia a la felicidad.
La tradición de Oriente, tanto en China como en Japón, asocia un fenómeno astronómico que identificaría a la amante tejedora con la estrella Vega de la constelación Lyra, ubicada al Este de la Vía Láctea y cuyo luminoso fluir la separa de Altair -al Oeste-, constelación Aquila, que se ha hecho corresponder con el amado. Para algunos, la lluvia de estrellas que acontece en torno al esperado siete del siete (agosto en el calendario moderno) significaría el llanto de los amantes cuyo feliz encuentro se ha visto frustrado debido a fenómenos atmosféricos adversos.
Ajenos a los amores celestiales de Oriente, en el primer tercio del siglo pasado, modernos astrónomos occidentales sacaron a escena a la estrella Deneb, de la constelación Cignus. Deneb, junto a Vega y Altair configuran desde entonces el triángulo de verano, ese bello asterismo que preside nuestros cielos estivales.
Pese a todo lo que nos gustan las noches estrelladas de verano, la insospechada presencia de Deneb no acabará con nuestra fe en el amor renovado, ese que, si el tiempo no lo impide, se consuma sobre las aladas plumas de infinitos pájaros de la noche, cada noche séptima de la séptima luna.
José Antonio Giménez Mas

Edición de 1921
Secuencia de imágenes del rollo de mano
Preciosas las dos leyendas…
Querido José Antonio, no tenía ni idea de que me habías mencionado en tu artículo. Me alegra tanto saber que te has sentido atraído por la historia gracias a mí…es un honor.
Ahora te doy una buena noticia. Acabo de conocer a Kumiko Fujimura. Ha sido esta semana. Sé que la conoces y estás trabajando con ella…Y acabo de escribir un artículo sobre mi encuentro y sobre su obra, donde te menciono. ¡Por favor, léelo!
Un afectuoso saludo desde Madrid. Tu blog es fantástico.
Gracias, María Jesús, lo acabo de leer y me he permitir añadir un comentario. Siento no haber podido asistir a tu conferencia, que me tentó mucho cuando la vi anunciada, pero no fue posible. Espero poder coincidir contigo en otra ocasión.
Te sigo con enorme curiosidad en tu blog, siempre tan ameno e inspirador.
Un abrazo.
Habrá más ocasiones de conocernos, seguro. Un abrazo y gracias por tu apoyo.